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Mañana por la mañana, ¿ya has encendido la estufa, mamá? (*)

QTO - Hay mañanas en que me despierto sobresaltado con el repiqueteo de la lluvia en el techo de hojalata, el viento frío que se cuela por las rendijas de la puerta, y de repente una pregunta vaga e inquietante surge en mi corazón: "¿Mañana por la mañana, mamá ya habrá encendido la estufa?". Esa pregunta es como un fino hilo de humo que se cuela en mis sueños, calentando los recuerdos del pasado. Allí, está el olor a paja húmeda, el crepitar de la leña y la silueta de mamá inclinada sobre el fuego rojo.

Báo Quảng TrịBáo Quảng Trị03/11/2025

Mi maestra perdió a su madre en un frío día de fin de año. La niña, que rebosaba de felicidad, quedó huérfana de repente. Sé que, a lo largo de los años, el dolor de su pérdida no ha disminuido ni un solo día. Siempre cuenta historias sobre su madre con una voz tan suave como el humo de la mañana, ligera y temblorosa, como si quisiera reprimir el dolor infinito que está a punto de desbordarse en sus ojos. Habla a menudo de su madre; su voz es a la vez temblorosa y cálida. Nunca la he visto llorar, pero cada vez que la menciona, sus ojos se llenan de lágrimas y su mirada se pierde en la lejanía, como si evocara un recuerdo entre el humo de la cocina y la querida figura de su madre. Su voz es lenta e intermitente, como si temiera que, si dice una palabra más, las lágrimas brotarán.

Decía que, en las mañanas de antaño, los recuerdos de su madre siempre volvían con la misma claridad que si fuera ayer: «El sonido del viento y la lluvia afuera, el cálido aroma del humo de la cocina que salía del fondo. El sonido de los pasos apresurados de mi madre, luego el de los cubos y ollas que empujaban. Las gotas de agua del viejo tejado de tejas cayendo sobre los cubos y ollas, ting ting, ting ting, ting ting. Los gruñidos de los cerdos pidiendo comida, el crujido de la puerta del granero al abrirse mientras las gallinas ya correteaban por las ramas de los árboles... El rico aroma de las gachas de yuca que se elevaba junto con el fuerte y penetrante olor de las hojas de betel, chao oi la cuon...».

Ilustración: H.H.
Ilustración: HH

Entonces, su voz se quebró. Esa mañana, pensaba dormir un poco más, pero de repente se dio cuenta de que ya no había olor a humo en la cocina, ni pasos. Solo el sonido de la lluvia, como un eco de sus recuerdos, y un vacío desgarrador. Su madre se había ido hacía mucho tiempo, pero su añoranza aún persistía. Cada vez que llovía, miraba distraídamente por la ventana: «Me pregunto, allá... mañana por la mañana, ¿mamá ya habrá encendido la estufa?». «Allá», al decirlo, sonaba tan ligero y a la vez tan tristemente conmovedor. Era una distancia inalcanzable, solo que la añoranza era tan intensa.

2. En mi infancia, el amanecer no comenzaba con el canto del gallo, sino con el crepitar de la leña en la estufa. Eran las primeras horas de la mañana, cuando la oscuridad aún envolvía la pequeña cocina; mi madre se levantaba y encendía la estufa con diligencia. El suave crepitar parecía despertar el silencio de la madrugada. La luz parpadeante en el rincón gris de la cocina proyectaba una tenue luz amarilla sobre la vieja pared, como un suspiro. Mi madre se inclinaba sobre la estufa, sus manos agrietadas encendían la leña, y el crepitar resonaba en la fría bruma matutina. De repente, toda la fría cocinita se calentaba con el humo gris.

Mi madre tenía un pequeño puesto de fideos que vendía cada mañana en el mercado del pueblo. Ese puesto nos vio crecer a mis hermanas y a mí, y ayudó a toda la familia durante las épocas de escasez. Desde la cocina, impregnada del olor a humo gris, los fideos de mi madre recorrían las calles, cada rincón del mercado, pero también le endurecieron las manos y le encorvaron la espalda con los años. Por eso, el olor a humo de leña de aquel día no solo impregnaba su ropa y su cabello, sino que también se aferraba a mis recuerdos de infancia. Eran años de lucha y penurias, de mañanas gélidas que calaban hasta los huesos; aun así, mi madre se levantaba y llevaba la olla de fideos al mercado. El camino del pueblo todavía estaba empapado por el aire nocturno, las ramas y las hojas marchitas por el frío intenso. Las varas al hombro pesaban. El calor se mezclaba con el olor a humo de leña, creando un aroma familiar y a la vez desolador. Mi madre pasó; el humo de la cocina aún impregnaba su camisa descolorida.

El mercado del pueblo no estaba lleno entonces; solo había unas pocas personas. Mamá montó su puesto en el pequeño porche, sus manos recogían fideos con rapidez, sus ojos humedecidos por el humo, el viento frío o por preocupaciones de las que nunca hablaba. Para mí, el plato de fideos que cocinaba mamá era lo más delicioso del mundo, porque estaba lleno de la dulzura del amor, del sudor, de las noches en vela preocupadas y, por supuesto, mezclado con el olor a humo de la cocina.

3. Crecimos y dejamos atrás la pequeña cocina. Las preocupaciones por ganarnos la vida ya no eran tan abrumadoras como antes, pero mi madre seguía teniendo la costumbre de levantarse cada mañana para encender la estufa. A veces, era solo una manera de olvidar la soledad de la vejez. La cocina era diminuta, pero estaba iluminada con una luz apacible.

En la ciudad, a veces, en mis sueños, me veo sentada frente al viejo puesto de fideos, con el humo elevándose en espirales, y a mi madre sonriendo dulcemente, sus ojos brillando entre el humo gris. Despierto y siento un nudo en la garganta. Me pregunto si a esta hora, allá en casa, mi madre ya se habrá levantado para encender la estufa, aún inclinada sobre la olla humeante de caldo en la madrugada. Trabajando lejos, cada vez que regreso a mi pueblo, lo primero que hago es entrar en la cocina, sentarme en silencio y mirar las cenizas, acariciando con la mano la piedra que antaño sostenía la olla. Tantos recuerdos vuelven de golpe, persistentes como un humo tenue.

Mi maestra me contó que, con el paso del tiempo, el viejo humo de la cocina se va desvaneciendo tras los muros de hormigón. Estamos ocupados con el trabajo, despertándonos con el sonido del teléfono, cocinando con una reluciente estufa eléctrica, ya no nos irrita el humo en los ojos, ya no hay olor a paja húmeda en la ropa. Pero en medio de la abundancia, sentimos que falta algo, algo cálido y antiguo. Hay días en que caminamos por las calles bulliciosas y de repente nos detenemos frente al humo que se eleva de un restaurante callejero, con los ojos llenos de lágrimas. Porque en ese humo, nos parece reconocer la pequeña figura de nuestra madre, con los hombros encorvados, las manos moviéndose rápidamente junto a la estufa gris y humeante.

Resulta que en innumerables vidas, habrá innumerables giros, innumerables diferencias, pero aún podemos compartir los mismos recuerdos de pobreza del pasado. Esos recuerdos son como tenues volutas de humo, lo suficientemente fuertes como para aferrarse a la belleza en medio del ajetreo de la vida cotidiana. Y entonces, aunque el tiempo haya pasado, la gente aún no puede olvidar el primer fuego de sus vidas: el fuego de su madre. Y todos los recuerdos de su madre pueden comenzar en una mañana temprano, una estufa, una voluta de humo en la niebla. A lo largo de nuestras vidas, no importa adónde vayamos, nos persigue una añoranza: "¿Esta mañana, mamá ya encendió la estufa...?"

Dieu Huong

(*) Adaptado del poema "Fuego en la cocina" (Bang Viet).

Fuente: https://baoquangtri.vn/van-hoa/tap-but/202511/som-mai-nay-me-nhom-bep-len-chua-c8c6b16/


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