A principios de los 90, mi pueblo natal sufría frecuentes apagones cada verano. Mis padres habían pasado décadas sin electricidad y estaban muy familiarizados con el intenso calor, pero nosotros, los niños, parecíamos no estarlo, siempre nos sentíamos incómodos. Aunque siempre me daba un baño fresco antes de comer, después de comer sentía calor y sudor. Al cabo de un rato, iba al patio del pozo a sacar el cubo y bañarme de nuevo. El calor del verano en mi pueblo era terrible; había que verlo con los propios ojos y experimentarlo para poder imaginarlo. Pensaba que por la noche, el sol se pondría poco a poco y el calor disminuiría, pero a medida que avanzaba la noche, el viento de Laos soplaba con más fuerza, provocando que el calor aumentara exponencialmente, y mi pueblo natal sufría la crudeza de los desastres naturales.
Mis padres usaron todas sus fuerzas con abanicos de bambú y de hoja de areca para abanicarnos. Mientras lo hacían, tenían que ahuyentar a los mosquitos, pues nos picaban hasta enrojecernos y picarnos las extremidades. Después de abanicarnos hasta cansarnos los brazos, mis padres se tumbaban en la estera a descansar. Toda la familia se acostaba y contemplaba el cielo negro como la pólvora, lleno de pequeñas estrellas centelleantes. Mi padre me mostró dónde estaba la Vía Láctea, dónde estaban el Lucero Vespertino y el Lucero Matutino... Mi mundo en ese entonces era tan hermoso, tan mágico cuando recibía el conocimiento de mis padres. Mis padres también me contaban con cariño cuentos de hadas, como si fueran un tesoro preciado.
Mi casa estaba junto a un campo, detrás de él había una colina plantada de eucaliptos. Las voces de mis padres se mezclaban con el canto de las ranas. Sobre todo el fuerte croar de los saltamontes, que a veces me asustaba. El canto de los grillos; no sabía si pastaban en la hierba joven o bebían el rocío nocturno. De vez en cuando oía a mis padres discutir si debían recoger mangos maduros al día siguiente para que los pájaros no se los comieran y fuera un desperdicio. Luego estaban los planes para cosechar los arrozales que maduraran primero, para pedir prestado o intercambiar mano de obra con esta o aquella familia.
Las noches de verano en el campo son más divertidas cuando los vecinos vienen de visita. Papá arma rápidamente una cama de bambú para que se sienten. Mamá trabaja duro en la cocina para encender el fuego y cocinar una olla de boniatos, tiernos y aromáticos. O a veces hierve una olla enorme de maíz. Las papas y el maíz que cultivamos en casa son limpios y deliciosos. El agua fresca y dulce que se usa para hacer té perfuma la historia del amor del pueblo. Los tíos y las tías ríen y conversan. Comparten historias sobre sus hogares, familias y campos. Historias sobre enviar a sus hijos al pueblo a estudiar para obtener una educación, para calentarse y así poder escapar de la vida del campo. Esa imagen se me queda grabada en la mente cada vez que recuerdo los viejos tiempos, el amor del pueblo en mi pueblo natal.
Había noches de verano en las que no estábamos tranquilos. Después de cenar, nos lanzábamos de nuevo al trabajo. Era entonces cuando se cosechaba el arroz por la tarde, esperando a que la trilladora viniera a trillarlo a tiempo para que al día siguiente pudiéramos esperar a que el sol secara el arroz y la paja. «La vida de los agricultores es muy dura, hijos míos. En el futuro, intenten estudiar mucho para no tener que trabajar tanto como sus padres». Mi padre solía recordarles a mis dos hermanos cuándo trabajaban. Toda la familia trabajaba hasta altas horas de la noche antes de poder acostarse.
Hoy, tumbado en plena noche de verano, en un rincón del viejo patio, todo ha cambiado mucho, pero mi alma aún permanece en la infancia. Se lo conté a mis padres y me sentí inmensamente feliz. Aunque el momento fue muy breve, fueron momentos maravillosos. Momentos de paz infinita, del dulce amor de la familia y la patria que me brindaron mis padres.
Fuente: https://baolamdong.vn/van-hoa-nghe-thuat/202506/nhung-dem-mua-ha-2943725/
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