Las noticias decían que había dejado de llover, que la inundación estaba bajando, pero que los daños «aún podrían aumentar». Una frase breve, pero suficiente para que quienes estaban lejos de casa suspiraran con tristeza: la inundación no solo anegó los campos y las calles, sino también los corazones de la gente.

Las inundaciones no son solo agua. Son una sensación. La sensación de ver pueblos enteros desaparecer bajo un manto blanco de lluvia; ver caminos familiares convertirse en ríos interminables; ver tejados asomarse entre las aguas turbias. Es la angustia de no saber cuánto más subirá el agua y el anhelo desgarrador de ver un rayo de sol.
Las estadísticas, aparentemente frías —deslizamientos de tierra, casas inundadas, carreteras cortadas— reflejan la vida real de cada familia, de cada hogar. Algunos lugares se quedaron sin electricidad, algunas zonas residenciales quedaron aisladas durante días, algunas personas se sentaron a mirar el cielo para escapar de la inundación en plena noche. El agua retrocedió lentamente, las toxinas del lodo se quedaron rápidamente; las marcas de la inundación en las paredes podrían borrarse mañana, pero las cicatrices en el recuerdo permanecen.
Las inundaciones nos hacen darnos cuenta de lo pequeños que somos ante la inmensidad de la naturaleza. Es como estar en medio de un lago infinito, sin saber dónde está la orilla, solo viendo la inmensidad ante nuestros ojos. Pero en ese preciso instante, comprendemos algo grandioso: los seres humanos nunca estamos solos.
En medio de la furia de la inundación, aún hay una mano que tiende la mano; en medio del aguacero torrencial, aún hay voces que claman por ayuda; en medio de las casas empapadas, aún hay estufas al rojo vivo, ollas de agua hirviendo y tazones de fideos para salvar a los hambrientos durante la noche. El amor humano en medio de tormentas e inundaciones siempre es silencioso pero fuerte.
Muchos expertos afirman que vivimos en una época de clima más extremo e impredecible. Unas pocas horas de lluvia pueden sumergir una zona; una inundación puede destruir el trabajo de un año. Pero las inundaciones traen consigo mucho más que agua: nos recuerdan que debemos cambiar nuestra forma de convivir con la naturaleza.
Los diques deben ser más resistentes, las casas deben construirse teniendo en cuenta las alturas; los sistemas de alerta, la planificación urbanística, las reservas de alimentos, los planes de rescate… no pueden ser algo que se pueda posponer hasta que llegue la inundación. La inundación del próximo año podría ser mayor que la del año pasado. Es algo que nadie quiere admitir, pero hay que afrontarlo.
Las aguas son inmensas, pero el espíritu de la gente permanece inquebrantable. La región central puede verse azotada por el viento y el agua, pero jamás se ha doblegado ante los desastres naturales. Cuando las aguas retroceden, la gente se une para limpiar el lodo, reconstruir los porches y reabrir los pequeños comercios. De estas sencillas acciones, esta tierra resiliente renace tras cada tormenta e inundación.
El agua es inmensa, pero la gente permanece firme. Aunque la inundación ruge, sigue habiendo solidaridad; aunque el lodo espeso, aún hay miradas agradecidas y corazones compasivos. Y cuando el cielo vuelve a ser azul, todos comprenden que: en tiempos difíciles, nos tenemos los unos a los otros, y eso es lo que ayuda a la región Central a mantenerse firme, temporada tras temporada.
Fuente: https://baophapluat.vn/menh-mang-nuoc-lu.html






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