Fotografía ilustrativa (IA)
En aquellos años, mi pueblo no tenía muchos estanques con orillas firmes. Después de cada cosecha, cuando el agua bajaba de los campos, la gente se reunía para ir a trabajar en ellos. Los adultos traían azadas, palas, cestas, redes, etc. Nosotros, los niños, solo teníamos la espalda desnuda y los ojos tan ansiosos como el sol en un día abrasador. Eran días inolvidables, con sol, viento y risas que llenaban las orillas de las acequias. Cada uno tenía una tarea, sus manos recogían agua rápidamente de los charcos; cada cubo de agua que llenaban parecía llevarse consigo toda la ilusión. El barro se metía entre los dedos de los pies, el viento soplaba entre los campos, la luz del sol caía como miel sobre la espalda de la gente. Toda fatiga parecía disiparse ante la alegría que inundaba el pecho.
Cuando el nivel del agua estaba bajo, los peces empezaron a saltar. Algunos salían disparados del lodo como pequeñas flechas, otros se arrastraban buscando una salida, se enredaban en las raíces de la hierba y se quedaban quietos, jadeando. Nos escondíamos entre los montículos de tierra, con cestas o trapos, a veces solo con las manos desnudas, y cuando veíamos la sombra de un pez, corríamos hacia él. A veces fallábamos, caíamos al suelo, con la cara cubierta de barro, pero nuestra risa era tan fresca como la primera lluvia de la temporada. Un bagre nos mordió las manos, haciéndonos sangrar. Un pez cabeza de serpiente saltó y nos salpicó agua por toda la cara. Sin embargo, nadie sentía dolor. Cada vez que pescábamos un pez, levantábamos las manos y sentíamos alivio en el corazón.
Los peces varados yacían de costado en las cestas, brillando con un color cobrizo bajo el intenso sol de la tarde. Cada especie tenía su propia apariencia, parte de la tierra de mi pueblo, de las impredecibles estaciones lluviosas y soleadas. Algunos de esos peces fueron traídos de vuelta para ser guisados con cúrcuma, otros asados a la parrilla al borde de los campos, el aroma llenando los bambúes, el humo elevándose y mezclándose con el trinar de los niños que contaban historias. Esos platos, aunque intentes encontrarlos en la ciudad, no podrás hallar el mismo sabor.
Tras pescar, todos estaban empapados, con la cara, las manos y los pies sucios. Pero nadie tenía prisa por volver a casa. El campo entero parecía un gran parque infantil, donde los adultos descansaban en las orillas cubiertas de hierba, los niños se perseguían por los arrozales agrietados, dejando que la tarde transcurriera lentamente, mientras el atardecer teñía de rojo los setos de bambú, extendiéndose sobre el agua y las cabecitas.
El antiguo campo se ha convertido en parterres. Los estanques de mi pueblo rara vez se secan; pescar es un recuerdo lejano, una idea que solo se cuenta en cuentos. Las felices estaciones en el campo han quedado desiertas. Ya nadie espera a que baje el agua, ni los niños del campo celebran con júbilo al pescar una perca en el lodo espeso. Las risas que resonaban en los campos solo perduran en la memoria de quienes vivieron en aquella época inocente que se ha desvanecido como un rayo de sol que se escapa entre los dedos.
A veces, al pasar junto a los campos, me dan ganas de chapotear en el lodo, jugar entre las risas de los niños, sentarme al borde asando pescado, inhalar el intenso aroma a pescado quemado y salivar. Anhelo la sensación de sacar la cesta del charco con el corazón acelerado, sin saber si habrá peces o no. Esos pequeños placeres quedarán grabados en mi memoria para siempre.
Los viejos tiempos de pesca en los campos son para mí un mundo de recuerdos, parte de los años en que era tan pequeño en medio de los vastos campos, un pedazo de vida pura. Y si algún día esos recuerdos regresan, quiero volver a ser ese niño de campo, descalzo y cubierto de barro, corriendo por los campos dorados bajo el sol del atardecer, volviendo a casa para mostrarle a mi madre la pesca, aún tibia y con un ligero olor a pescado…
Nhat Pham
Fuente: https://baolongan.vn/nho-thuo-tat-ca-dong-que-a200295.html







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