La gente suele estar ocupada buscando la felicidad en cosas lejanas, en la risa de los demás, en el éxito, en la fama o en una foto que recibe muchos "me gusta" en las redes sociales.
Personalmente, solía pensar que la felicidad era algo abstracto, inalcanzable, a pesar de haber escrito cientos de ensayos sobre ella. Me esforcé por plasmar en palabras bellas y grandilocuentes esa emoción, pero cada vez que terminaba de escribir, mi corazón seguía sintiéndose extrañamente vacío. La felicidad, para mí entonces, lo era todo y nada a la vez.
Vivo en un campo tranquilo, donde por la mañana oigo cantar al gallo y por la tarde a los niños jugar en el patio. Todo parece normal, días tranquilos que a veces resultan… insípidos. Llevo una vida reservada, hablo poco, solo me relaciono con algunos familiares, recorro los caminos que rodean mi casa y paso las tardes sentado viendo cómo la luz del sol se filtra entre las hojas. Así transcurre cada día, sin tristeza ni alegría.
Hasta que me di cuenta, las cosas que una vez pensé que "siempre estarían ahí" se estaban desvaneciendo lentamente.
Cuando era pequeña, solía ir al barrio a jugar con Ri, Pha, Lo, Bon... Un grupo de niños traviesos pero muy unidos. Cada tarde soleada, nos invitábamos al patio a jugar al pilla-pilla, al chi-chi-chan-chan, a la piedra... y nuestras risas resonaban por todo el barrio. Pero ahora, ni siquiera recuerdo cómo sonaban sus voces, y cuando nos cruzábamos, apenas intercambiábamos unas pocas palabras.
De pequeño, me encantaba la sensación de sentarme en una carretilla y que mi abuelo me empujara por el jardín. A menudo decía: «¡Mi nieto es genial!», y se reía a carcajadas. Yo levantaba los brazos al cielo, sintiéndome como si cabalgara a toda velocidad. Pero ahora, esa carretilla yace en silencio en el patio trasero, oxidada y desgastada hasta quedar irreconocible; yo ya no quepo en ella, y mi abuelo... se ha convertido en parte de los recuerdos de hace dos años.
Cuando era niño, frente a mi casa había un gran árbol de azufaifo con una amplia copa, y en verano sus frutos, de un rojo brillante, cubrían un rincón del jardín. Cada temporada, todo el vecindario se reunía: algunos recogían, otros reían, otros se frotaban las semillas de azufaifo en la ropa para mantenerla limpia, pero, curiosamente, al final, la ropa de nadie quedaba limpia. El sabor ácido en la punta de la lengua, la sensación pegajosa en las manos, el olor a humedad de las hojas de azufaifo aquel día, todo permanece intacto en mi memoria. Solo que ahora, esos rostros han cambiado; la ropa de todos sigue impecable, pero sus sonrisas ya no son tan despreocupadas como antes.
«Cuando era niña»… esas dos palabras suenan dulces y amargas a la vez. Cada vez que las menciono, siento un nudo en la garganta. ¿Será porque era tan feliz entonces que no lo sabía, o será porque ahora ya no puedo sentir la misma felicidad de antes?
No lo sé. Solo sé que cuanto mayores nos hacemos, más fácil es olvidar cómo ser felices. Estamos tan ocupados que olvidamos la sensación de una tarde tranquila, olvidamos el sonido de la risa, olvidamos mirar el cielo azul. «¿Por qué la gente se entristece tan fácilmente?»…
Luego, en la fría mañana de mi ciudad natal, cuando la luz del sol se filtraba suavemente entre las hojas, iluminando con delicadeza el tejado de tejas cubierto de musgo, sentí de repente una calidez en el corazón difícil de describir. Quizás la felicidad sea algo así… darse cuenta de repente, en un instante que nos acompaña silenciosamente toda la vida, siempre presente, solo que olvidamos mirar atrás.
Nací en un lugar donde la silueta del río Perfume o la montaña Ngu no se divisan con claridad; solo hay campos que se extienden hasta el horizonte, caminos de tierra roja que conducen a riberas de bambú verde y el canto de los gallos que nos despierta por la mañana. ¡La vida allí es muy sencilla! Por las tardes, cuando cae el dorado atardecer, mi padre reúne a las gallinas en el gallinero, mi madre se sienta a recoger verduras… Sin embargo, cada vez que lo recuerdo, mi corazón se llena de calidez, amor y una inmensa gratitud.
Hubo un tiempo en que pensaba que la felicidad tenía que ser algo grande, como alcanzar mis sueños, tener mucho dinero o viajar a tierras lejanas, etc. Pero luego me di cuenta de que la felicidad es simplemente "felicidad", no es algo que se encuentre, sino algo que espera a que nos demos cuenta.
Se encuentra perfectamente en el tazón caliente de arroz que la madre vierte con salsa de pescado y jengibre, en la mirada tranquilizadora del padre cuando su hijo llega temprano a casa, en el sonido de los amigos llamándose unos a otros en el ventoso camino rural,...
Para mí, la felicidad nunca se ha perdido; simplemente reposa silenciosamente en el porche, entre las pequeñas cosas que olvidamos sin querer.
Basta con detenernos un momento, escuchar el sonido del viento, el olor a paja fresca, la risa de un ser querido y veremos que la felicidad siempre está aquí: simple, gentil y contenida en la palabra "¡hola!".
Nguyen Ngoc Han
Fuente: https://baodongnai.com.vn/van-hoa/202510/hanh-phuc-chi-don-gian-la-hanh-phuc-thoi-46a1034/






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