
Mi casa estaba enclavada en medio de un huerto de arecas, con su tejado bajo de tejas que se inclinaba hacia la montaña. Las paredes eran de barro mezclado con paja, y en la época de lluvias el agua se filtraba, y en la época seca se agrietaban. Pero fue allí donde por primera vez conocí el cálido olor de la familia, donde, aunque la comida era sencilla, el cariño familiar estaba presente.
Mi madre era una persona bondadosa y paciente hasta el extremo. Cada mañana salía al jardín aún de noche, regando con esmero cada hilera de verduras y sacudiendo cada hoja de col carcomida. Al mediodía dormía poco, y a menudo se sentaba abanicándome para que estudiara, murmurando y contando las monedas que había ganado vendiendo verduras temprano por la mañana. ¿Cómo olvidar los viajes diarios en ferry a través del río, cuando mi madre trabajaba duro vendiendo y comprando cosas para que mis hermanos y yo pudiéramos estudiar?
De niño no tenía muchos juguetes. Con lo que jugaba a diario era con la arena del río, las cometas que mi padre hacía con papel de cemento y la flauta de bambú que sonaba desafinada por el viento en contra.
No recuerdo cuándo empecé a sentirme triste. Quizá fue una tarde de invierno cuando la bandada de patos que criaba mi padre fue arrastrada por la corriente, y él permaneció en silencio todo el tiempo, sin decir una palabra. Después, cada vez que volvía a mi pueblo y me paraba a la orilla del río, recordando la imagen de mi padre en aquel momento, sentado junto a la tenue luz de la lámpara de aceite cortando hojas tiernas de morera para alimentar a los gusanos de seda por la noche, me dolía el corazón y no podía contener las lágrimas.
En mi sueño, me vi volando muy alto, mirando hacia abajo al pueblo, tan pequeño como mi mano, con el río brillando como una bufanda que se extendía sobre mis recuerdos. Pero al despertar, solo era una niña sentada con las rodillas flexionadas, mirando por la rendija de la puerta, escuchando el silbido del viento entre los bambúes como una amenaza.
Cuanto mayor me hago, más comprendo que el sueño de volar no puede salvarme de esta tierra. Solo los recuerdos, dolorosos o tiernos, son lo único que me queda para recordarme que una vez estuve allí, viví, reí y lloré con mi pueblo.
Cada vida humana es un río y cada río tiene una fuente. He llevado conmigo esta idea a lo largo de muchos años de peregrinación, y en especial persiste en mis obras posteriores como una maldición: Mi fuente es mi padre, un maestro de escuela rural, de pocas palabras, pero de gran profundidad. Es mi madre, una mujer pobre de cabello blanco cuando yo aún no era una persona. Es el canto de las cigarras a principios de verano, el olor a agua turbia de pozo después de la lluvia, la sombra del bambú sobre las páginas blancas de mis cuadernos escolares de la infancia, el río Vu Gia, con una orilla erosionando y otra depositando agua, montañas a tres lados, vegetación por los cuatro costados...
Cada persona tiene una manera distinta de «regresar a sus raíces» a través de los recuerdos de su infancia y la nostalgia que la ha acompañado a lo largo de su vida. Muchos años después, ya en la ciudad, al pasar junto a altos edificios y verme reflejada en superficies de cristal desconocidas, aún oía a veces el suave chapoteo de los remos al amanecer. Solo entonces comprendí que nunca había abandonado ese lugar: «Ese pueblo se fue conmigo/ sin que yo lo supiera/ Solo que en medio del poema que escribí/ la sombra del río y las montañas parpadeaba/ Solía vivir en el pueblo/ Ahora el pueblo vive en mí»...
Fuente: https://baoquangnam.vn/neo-lai-que-nha-3157185.html






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