| Fuente: Internet |
La lluvia acababa de cesar y todo el campo despertó, sacudiéndose alegremente su largo letargo. Las gotas de agua que aún se posaban en las hojas de arroz brillaban como diminutas perlas bajo el sol matutino. El viento soplaba y el campo respiraba libremente. El olor a tierra mojada tras la lluvia se transformó en un aroma cálido y húmedo, como el aliento agradecido de la tierra hacia las nubes. Entre el susurro del viento, se oía el croar rítmico de las ranas llamando a sus bandadas y el chapoteo de las tilapias, tejiendo una animada canción de verano.
La lluvia era como una vieja amiga que no había aparecido en mucho tiempo, y en cuanto entró en casa, despertó en mí recuerdos dormidos. Sentada en silencio en el porche de mi madre, me sumergí en las risitas de mi infancia durante los chaparrones. De repente, me invadió la nostalgia de las tardes en los campos, donde mis piececitos chapoteaban en el barro y jugaba con mis amigos persiguiendo saltamontes bajo la lluvia.
Aún recuerdo los días de verano de mi infancia, cuando, al acercarse la lluvia, toda la familia salía corriendo al patio, no para bañarse, sino para… recoger el arroz. Había que recoger rápidamente los granos de arroz dorados, recién secados, antes de que la lluvia los mojara. A veces, la lluvia llegaba de repente y solo daba tiempo a recoger el arroz a toda prisa y cubrirlo con una lona.
En aquel entonces, todas las tardes me escapaba de la vista de mi madre para jugar con mis amigos. A veces jugaba al volante, otras con petardos, otras con peonzas, o nos invitábamos a ir al campo a pescar camarones. Pero solo durante la cosecha, cuando secábamos el arroz, mi madre me regañaba por no dormir la siesta. Me encargaban vigilar el cielo y la tierra, y cuando aparecían nubes oscuras, llamaba a todos para que corrieran a recoger el arroz.
Ansiosa por comenzar, me senté en el porche, mirando soñadoramente el cielo brillante y soleado, luego el arrozal, con el corazón lleno de preguntas: con tanto sol, ¿cómo podía llover? Sin embargo, apenas unos minutos de distracción, mirando el guayabo en la esquina del jardín, me sobresalté al ver soplar el viento. Un instante después, un trueno retumbante resonó a lo lejos, y el cielo se cubrió de nubes oscuras. «¡Mamá, hermana, va a llover!».
Al oír mi voz ronca, mi madre y mi hermana salieron corriendo al patio; una con un rastrillo y la otra con una escoba, barriendo rápidamente el arroz. Yo también, con entusiasmo, sujeté la pequeña escoba que mi abuela me había tejido, agitándola una y otra vez junto a mi madre para barrer el arroz. Aún hoy no puedo olvidar el sonido de los pasos apresurados, el roce de la escoba contra el suelo del patio y el repiqueteo de la lluvia cada vez que barrían el arroz. Aquel bullicio, esa urgencia, no denotaba cansancio, sino una armonía que contenía tanto ansiedad como alegría al proteger la preciada «perla» de toda la familia.
También hubo años en que las lluvias de verano eran persistentes e interminables; mi madre y mi hermana salían a los campos a cosechar arroz, luchando contra el cielo para aprovechar cada segundo. Mientras los adultos se afanaban en la cosecha, nosotros, los niños, sin preocupaciones, salíamos corriendo a atrapar saltamontes. Cada uno sostenía un palito, atábamos una bolsa de plástico para asustar a los saltamontes, los sacudíamos boca abajo hasta que se desmayaban y luego los metíamos en una botella grande que llevábamos colgada al hombro. La sensación de gritar en el campo mientras perseguíamos saltamontes, escuchar el sonido de sus brincos en la botella, era muy alegre y divertida.
Cuando la botella se llenó de saltamontes, nos reunimos en un montículo, mostrándonos con orgullo nuestro "botín". Luego discutimos acaloradamente sobre quién había pescado más. Nuestras risas resonaban bajo la lluvia torrencial. Con la botella llena de saltamontes en la mano, todos estábamos emocionados: esa noche cenaríamos un plato de saltamontes fritos con hojas de limón, que estaría grasiento y fragante en la cocina. Añadiéndole un plato de espinacas de agua hervidas con carambola tierna y un bol de berenjena, la comida sería exquisita.
Los días de fuertes lluvias también hacían que el arroz de los campesinos, después de la trilla, sin sol para secarse, se quedara en el porche cubriendo toda la casa. La casa de mi familia estaba cubierta de arroz húmedo, con un olor a humedad. Recuerdo a mi madre inquieta, observando en silencio la lluvia sin cesar. Suspiraba, encendía el ventilador para que girara uniformemente por toda la casa, y con sus manos ásperas volteaba con cuidado cada capa de arroz para secarlo. Observaba en silencio cómo cada gota de sudor de mi madre caía sobre el arroz, como si lo impregnara con el sabor salado de la tierra, de la lluvia, de toda una vida de duro trabajo. En aquel entonces, yo era pequeño, no comprendía del todo las preocupaciones de mi madre, pero ahora, al recordar su mirada, sé que la lluvia, para ella y para el campesino, es una prueba de paciencia y amor.
Durante varios días llovió torrencialmente; el caminito que unía la orilla del río con mi casa estaba inundado hasta las rodillas. Sin pensar en la preocupación de los adultos por si el arroz crecía demasiado, los niños salíamos a la calle sin camiseta a bañarnos bajo la lluvia y a vadear el agua. El camino inundado resonaba con risas. Mi primo llevaba una caña de pescar con cebo para ranas. Cada vez que pescaba una rana grande y gorda, gritábamos alegremente: «¡Croac, um, um! ¡El estanque está lleno de agua!».
Ahora, las lluvias de verano siguen llegando, pero los niños de antaño ya no se bañan bajo la lluvia, ni nadie grita: «¡Mamá, está lloviendo!». Solo yo, cada vez que llueve, me quedo junto al porche de la vieja casa, observando la lluvia en silencio y susurrando a recuerdos inocentes y despreocupados. Me doy cuenta de que el sonido más vibrante de mi infancia no son las risas durante el chaparrón, sino el de las escobas de mi madre y mi hermana barriendo apresuradamente cada grano de arroz. Ese sonido, apresurado, apresurado, preocupado, pero extrañamente cálido. En el murmullo de la lluvia, escucho los suspiros de mi madre ahogados en el estruendo de antaño, veo claramente cada gota de su sudor cayendo silenciosamente sobre los granos de arroz germinados.
Toda lluvia finalmente cesará, pero el sonido de mi madre barriendo el arroz bajo la lluvia aún resuena en mí. El susurro de la escoba en el pasado no solo despierta recuerdos, sino que también graba profundamente en mi alma una verdad sencilla pero sagrada: la mayor cosecha de la vida no se encuentra en los campos, sino en el amor que brota de las preocupaciones y se torna dorado por las silenciosas dificultades de la vida de mi madre. Fueron los sonidos de aquella tormenta los que me enseñaron que hay dificultades que no vienen a destruir, sino a proteger y nutrir lo más preciado para que permanezca verde para siempre.
Fuente: https://baothainguyen.vn/van-nghe-thai-nguyen/202507/tieng-choi-trong-mua-4bb278c/






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