Crecí en un pueblo tranquilo donde pájaros y humanos convivían en armonía. En los tejados de paja, en los huecos de las columnas de madera o en las grietas de las tejas podridas, bandadas de gorriones gorjeaban y construían nidos. No temían a la gente. Cada mañana, bajaban volando al patio, recogían el arroz caído y se bañaban en el polvo dorado del sol naciente. A nosotros, los niños, nos fascinaba cada uno de sus gestos. La forma en que ladeaban la cabeza, se rascaban las alas y saltaban era tan inocente. El canto de los pájaros se convirtió en un sonido familiar de la infancia, la música de fondo de todos los juegos, las risas e incluso los sueños de mediodía.
Recuerdo una vez, cuando estaba en segundo o tercer grado, que me subí a un árbol de longan detrás de mi casa para buscar un nido de pájaro. En mi curiosidad infantil, pensé que ver huevos de pájaro y hervirlos para comer era un milagro. Pero cuando toqué el nido, la lección del libro de texto «No destruyas los nidos de pájaro» apareció de repente como un suave recordatorio: «Los pájaros tienen nidos/Como nosotros tenemos hogares/Por la noche, los pájaros duermen/Durante el día, los pájaros cantan/Los pájaros aman sus nidos/Como nosotros amamos nuestros hogares/Los pájaros sin sus nidos/Los pájaros están tristes y no cantan».
Temporada de anidación de aves. Foto: Internet |
Me quedé allí, en silencio, dudando sobre la rama del árbol. Aquella pequeña lección, aparentemente simple, resonó como una advertencia. Retiré la mano, bajé del árbol, con el corazón confundido, como si acabara de hacer algo malo. Desde ese día, no volví a pensar en tocar el nido. Parecía que comprendía que, aunque el pájaro era pequeño, también tenía su propio mundo sagrado y merecía ser protegido. Desde ese momento, nació en mí una extraña simpatía por las aves, un sentimiento inocente pero persistente que me acompañó durante toda mi vida adulta.
Con el paso del tiempo, aquella paz fue desapareciendo poco a poco. La gente empezó a usar armas de fuego para cazar pájaros y a poner trampas. Los adultos enseñaban a los niños a usar hondas y a acecharlos. En el mercado rural aparecían hileras de pájaros asados y dorados. Las jaulas estaban abarrotadas, con criaturas de ojos llorosos y cuellos largos que se estiraban con desesperación. El trinar se fue volviendo intermitente, débil como una súplica que nadie escuchaba. Los tejados también fueron perdiendo gradualmente los nidos.
Recuerdo una vez que casi me peleo con un hombre que llevaba una carabina de aire comprimido al barrio. Apuntó directamente a un ruiseñor que gorjeaba en una rama. Grité y corrí para interponerme en su camino. Él espetó: «¡Es solo un pájaro!», y entonces sonó un disparo seco… Frustrado e impotente, lo único que pude hacer fue escribir poesía: «La voz del ruiseñor resuena clara en las ramas/El cielo azul entona una canción compasiva/Cien flores se regocijan con palabras de marfil/Un disparo seco de plomo/Oh, pájaro, mi dolor es agudo…»
Hubo un tiempo en que pensé que los pájaros jamás regresarían. El campo se había densamente poblado, los árboles habían sido talados. Demasiadas personas aún consideraban a los pájaros un manjar o algo para «tener por diversión». Si los pájaros aún cantaban, era solo desde una jaula de hierro, distorsionado y estrecho. Cada vez que los oía, me dolía el corazón.
Entonces, se produjo un cambio silencioso pero esperanzador. El gobierno comenzó a endurecer las regulaciones para la protección de las aves silvestres. Aparecieron letreros de «Prohibida la caza de aves» en zonas residenciales, turísticas , manglares, diques y campos. Se prohibieron las armas de aire comprimido y se multó a los cazadores furtivos. Los medios de comunicación hablaron más sobre la conservación de la biodiversidad. Pero quizás lo más valioso fue el cambio en la mentalidad de la gente. Empezaron a ver la caza de aves como un acto cruel. A los niños se les enseñó a amar la naturaleza, recordándoles que las aves pequeñas también tienen un hogar cálido, una madre y un padre, y una vida valiosa como cualquier otra.
Comencé a oír de nuevo a los pájaros de los jardines del pequeño pueblo donde vivía. Los pájaros carpinteros, los estorninos, los gorriones pardos… buscaban las copas de los árboles. Una vez, vi una pareja de pájaros haciendo un nido en la pérgola de buganvillas frente al porche. Durante muchos días, transportaron basura, paja y hojas secas, cuidándolas como hábiles artesanos. Observé en silencio, sin atreverme a acercarme. Temía que un ruido fuerte los asustara y abandonaran sus nidos. Entonces oí el gorjeo de sus crías, frágiles como hilos de seda.
El regreso de las aves no es solo un fenómeno natural. Para mí, es una señal de renacimiento. Es la prueba de que cuando las personas saben detenerse, arrepentirse y corregirse, la naturaleza perdona. Aunque sea tarde, nunca es demasiado tarde.
Cada vez que paso por el mercado del pueblo, me detengo en el puesto donde antes se vendían aves para consumo. De vez en cuando, todavía veo cigüeñas y cercetas doradas asadas, pero parece que las jaulas de gorriones han desaparecido. En una tienda especializada en carne de ave, comentaron: «Ya casi nadie se atreve a cazar aves. La gente sabe apreciarlas. Me alegro mucho; si no hay quien coma o cace aves, venderemos otra cosa».
Alcé la vista al cielo. Una bandada de gorriones descendió volando hacia el campo recién cosechado, revoloteando entre la paja. Eran como pinceladas vívidas que devolvían la vida al pueblo. Y en ese instante comprendí que no podemos vivir sin el canto de los pájaros. No porque su canto sea bello, sino porque forma parte de la vida, del equilibrio, de la paz, de la memoria y de la fe en la bondad.
El canto de los pájaros regresa. No solo en las copas de los árboles, sino también en los corazones de las personas.
Do Thanh Dong
Fuente: https://baoquangbinh.vn/van-hoa/202506/khi-tieng-chim-tro-ve-2227349/






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