En agosto, el clima se transforma en otoño, y por la noche, la ciudad parece revestirse de un nuevo manto, brillando bajo las lámparas de alta presión que iluminan las calles. Mirando hacia abajo, esos rayos de luz parecen hilos multicolores, hábilmente entrelazados, serpenteando por cada calle y callejón, mágicos como en un cuento de hadas.
La electricidad se fue de repente. Los colores brillantes se desvanecieron, dando paso a un espacio tenue bajo la luz de la luna. Entré en la habitación; estaba oscura. No busqué una vela. Simplemente me senté en silencio, siguiendo con la mirada los frágiles rayos de luz que se colaban por las rendijas de la puerta. La oscuridad, mezclada con la tenue luz, me devolvió de repente a mi infancia, a las noches sentada junto a la lámpara de aceite con su parpadeante luz amarilla... Esa pequeña luz me había iluminado muchas noches para alimentarme mientras crecía con mis sueños de infancia.
¡Ese día! Hace más de 40 años. En esa época, el país aún enfrentaba muchas dificultades; la electricidad era un sueño para muchas familias, incluida la mía. Todas las actividades y necesidades dependían completamente del sistema de racionamiento. Mi madre ahorraba cada centavo para comprar aceite para que mis hermanos y yo estudiáramos. Bajo esa luz amarilla, cantábamos nuestras primeras lecciones… Al recordar el pasado, comprendo que, gracias a las antiguas lámparas que nos iluminaban, ahora hemos alcanzado nuevos horizontes.
Extraño las noches en que me dormía estudiando a la luz de la lámpara, con el fuego quemando mi cabello rubio, y luego despertaba sobresaltada con el olor a cabello quemado, a la mañana siguiente con la cara manchada de hollín. Ahora, muchas noches en mis sueños todavía me despierto con el olor a cabello quemado, el penetrante olor a aceite derramado en las páginas de mi libro, haciéndome extrañarlo terriblemente. A medida que fui creciendo, comprendí gradualmente que cada vez que encendía la lámpara, el aceite se agotaba más rápido, al igual que mi madre, sacrificándose en silencio para que creciéramos. Mi madre seguía envejeciendo, su cabello se volvía más gris cada día, las comisuras de sus ojos se llenaban de arrugas para que pudiéramos tener la felicidad que tenemos hoy.
Recuerdo las noches de agosto, el fresco clima otoñal; de vez en cuando, la brisa fría se filtraba suavemente a través de la fina camisa. Me estremecía, pero me sentía inmensamente feliz porque la brillante luz de la luna brillaba con fuerza en lo alto. El viento transportaba el aroma a guayaba, chirimoya y fruta madura. Los niños solo deseábamos eso. En esas brillantes noches de luna, sin llamarnos, como si fuéramos una cita, desde los callejones, nos reuníamos en el patio de la cooperativa para jugar y divertirnos con muchos juegos infantiles.

La risa clara y nítida hacía que la noche de luna fuera más animada, con un eco eterno. Lo que más nos gustaba era atrapar luciérnagas y meterlas en un frasco de penicilina. La luz parpadeante que a veces brillaba de repente hacía que los niños se miraran con los ojos muy abiertos. Nadie sabía cómo expresarlo, pero todos comprendíamos que era un sueño: ¡Luz!
En las noches claras y estrelladas, nos tumbábamos en el césped junto al camino, mirando hacia arriba y contando: uno, dos, tres... hasta que nos dolía la boca. Entonces, cada uno competía por conseguir una estrella, creyendo que la suya era la más grande y brillante...
El tiempo vuela. Hemos entrado en la adolescencia. Los juegos de nuestra infancia desaparecen poco a poco. La luz de la luna ya no parece brillante, las estrellas parecen caer menos y las luciérnagas también se han ido. Nos hemos ido, cada uno hacia un nuevo horizonte. Lo más común es que, dondequiera que vayamos y vengamos, nos abrume la luz eléctrica. Con el tiempo, nos acostumbramos, la luz eléctrica parece natural, disponible. Esta noche, cuando se va la luz, ¡sigo sintiendo una luz que nunca se apaga!...
Fuente: https://baolaocai.vn/anh-sang-dem-post883012.html
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