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El barquero en la antigua orilla del río

20 de noviembre. Mai regresó, cumpliendo una vieja promesa, para encontrarse con el Sr. Tu, el hombre que había cambiado su vida. Pero, por alguna razón, durante el largo viaje en coche, Mai se sintió extrañamente nerviosa, como si algo la esperara al final del camino.

Báo Long AnBáo Long An21/11/2025

(Imagen ilustrativa dibujada por IA)

Una tarde de noviembre, el viento soplaba sobre los campos, haciendo ondear el cabello de Mai. En cuanto el autobús se detuvo, bajó con un ramo de crisantemos amarillos en brazos. Tras muchos años de regreso de la ciudad a su pueblo natal, Mai sintió una profunda emoción. El camino que conducía al Instituto Hoa Binh , donde había estudiado, estaba pavimentado con adoquines limpios. Las dos hileras de flamboyanes, que le habían traído tantos recuerdos, ahora se alzaban majestuosas como viejas amigas que la esperaban para darle la bienvenida.

20 de noviembre. Mai regresó, cumpliendo una vieja promesa, para encontrarse con el Sr. Tu, el hombre que había cambiado su vida. Pero, por alguna razón, durante el largo viaje en coche, Mai se sintió extrañamente nerviosa, como si algo la esperara al final del camino.

Cuando era pequeña, Mai era la niña más tímida de su clase. Hablaba poco y siempre se escondía en un rincón de su pupitre. Su familia era pobre; sus padres trabajaban lejos, así que Mai vivía con su abuela. Su ropa era vieja, su mochila estaba rota y deshilachada, y tenía pocos libros. Cada vez que la llamaban a la pizarra, Mai temblaba como una hoja. Muchos compañeros ni siquiera se molestaban en hablarle, y algunos incluso se burlaban de ella: «¡Es una niña pobre!». Mai solo podía agachar la cabeza y aguantar.

Solo el señor Tu, el profesor de Literatura, fue el único que vio algo diferente en Mai.

Una tarde lluviosa, Mai sacó mala nota en Literatura. Se sentó sola en las escaleras, sollozando. La lluvia repiqueteaba en el tejado de hojalata como un tambor, intensificando la tristeza de una niña de trece años.

El profesor Tu pasó por allí y se detuvo.

—¿Por qué no has vuelto a casa todavía? —preguntó el profesor con voz tan ligera como la brisa de la tarde.

Mai inclinó la cabeza, con lágrimas rodando por sus mejillas.

El profesor no hizo más preguntas. Simplemente se sentó junto a ellos, y ambos escucharon en silencio la lluvia caer durante un largo rato. Entonces el profesor dijo:

Sabes… hay gotas de lluvia que parecen desaparecer al caer al suelo, pero son las que nutren las plantas para que crezcan. Cada tristeza, cada dificultad tuya es igual. Mientras no te rindas, llegará un momento en que te sentirás más fuerte.

Mai alzó suavemente el rostro. Por primera vez, sintió que alguien la comprendía.

El profesor sacó una pequeña libreta de su mochila.

—Veo que a menudo escribes cosas al azar en la esquina de tu cuaderno. Te gusta escribir, ¿verdad?

Mai asintió levemente.

—Este es el libro que he conservado durante mucho tiempo. Creo que… deberías tenerlo.

El cuaderno tenía una cubierta verde, algo viejo pero limpio. Mai lo tomó, con las manos temblorosas.

—Pero… no tengo dinero para devolverlo…

La profesora se rió:

—Recompénsalo siguiendo escribiendo. Luego, muéstraselo al profesor. Con eso basta.

Por alguna razón, esa simple frase iluminó el corazón de Mai como una luz. Desde ese día, Mai empezó a escribir más: sobre su abuela, sobre el camino del pueblo, sobre la lluvia de la tarde, sobre la sensación de ser cuidada por alguien. Mai llevaba cada artículo a su profesor para que lo leyera. Él corregía cada pequeño error, anotaba cada párrafo y, a veces, le dedicaba cumplidos que la hacían sonrojar de alegría.

Al final del curso, Mai ganó el segundo premio de escritura del distrito. Corrió hacia su profesor y le enseñó el certificado, que aún olía a tinta fresca. El profesor sonrió, con los ojos brillantes de orgullo.

- ¿Lo ves? Una pequeña gota de lluvia puede hacer que todo un campo se vuelva verde - dijo la maestra.

Mai abrazó con fuerza el certificado, con el corazón lleno de gratitud.

Pero la vida siempre da giros inesperados.

Una tarde, al final del noveno grado, Mai acababa de llegar a casa cuando oyó a su abuela gritar presa del pánico. El profesor Tu había tenido un accidente de tráfico de camino al colegio. Mai corrió al puesto de enfermería , con el corazón destrozado. Allí yacía el profesor, pálido y con el brazo enyesado. El accidente había deteriorado su salud, obligándolo a tomarse una larga baja laboral. Unos meses después, Mai se enteró de que el profesor había dejado la docencia definitivamente para volver a casa a cuidar de su anciana madre.

El día que el profesor dejó la escuela, Mai fue a despedirlo, pero no pudo decir ni una palabra. Simplemente se quedó junto a la valla, viendo cómo el viejo coche del profesor se alejaba, llevándose consigo una parte de su infancia.

A partir de entonces, Mai se esforzó más en sus estudios. Gracias al apoyo de su maestra, ingresó en una escuela especializada, luego fue a la universidad y más tarde consiguió un trabajo estable en la ciudad. Pero cada vez que pasaba por la librería y veía los libros verdes, Mai recordaba a su maestra, aquella que creyó en una niña a la que nadie prestaba atención.

Este año, Mai decidió regresar. Quería volver a verlo, aunque solo fuera para decirle: “Gracias, profesor”.

La vieja escuela apareció ante los ojos de Mai. El patio había cambiado mucho, pero el edificio de Literatura donde solía dar clase el profesor seguía allí, cubierto de musgo pero extrañamente cálido.

Mai entró en el despacho de su antiguo profesor y preguntó a los presentes. Todos la reconocieron —era una alumna que había ganado tal o cual premio— y se alegraron. Pero cuando Mai preguntó por el señor Tu, sus rostros se ensombrecieron de repente.

—¿El señor Tu? —suspiró el antiguo profesor de Mai—. Está muy enfermo. Hace mucho que no lo veo en el colegio.

A Mai se le encogió el corazón.

- ¿Dónde estás, profesor/a?

- En la casita junto al río. Probablemente aún recuerdes ese camino.

Mai lo recordó. Allí mismo, la maestra le había contado que de pequeña le gustaba sentarse a leer bajo el árbol de mango. Mai salió apresuradamente de la escuela, con el ramo de flores en la mano, y se dirigió directamente a la orilla del río. Al caer la tarde, la superficie del agua se cubrió con una triste luz anaranjada.

La casa del señor Tu es modesta, con un techo de hojalata descolorido. Mai llamó suavemente a la puerta.

—Adelante —resonó la voz débil de un hombre.

Mai entró. Y se le encogió el corazón.

El profesor estaba sentado en la vieja cama de madera; su cabello era casi completamente blanco. Su cuerpo era lamentablemente delgado, pero sus ojos… seguían siendo tan amables y brillantes como siempre.

—Mai… ¿eres tú? —preguntó el profesor con la voz ligeramente temblorosa.

—Sí… soy yo, profesora —dijo Mai, y las lágrimas brotaron naturalmente.

La profesora sonrió, una sonrisa leve que iluminó todo el ambiente.

—Te reconocí enseguida. Sigues siendo la misma persona que el día que trajiste tu cuaderno verde para enseñarme tu primer ensayo.

Mai se acercó y colocó el ramo de flores sobre la mesa.

—Profesor… llegué tarde a casa, ¿verdad?

—No. Negó con la cabeza.

Llegaste justo a tiempo. Hoy mismo ordené mi vieja estantería. Todavía conservo muchos de tus artículos. Los leo cuando me siento triste.

Mai quedó atónita.

- ¿Por qué lo sigues conservando?

- Porque esas son las mejores cosas que he recibido en mi carrera docente.

Las lágrimas de Mai no dejaban de caer.

—Profesor… Usted cambió mi vida. Si no fuera por usted… no estaría donde estoy hoy.

El profesor tomó la mano de Mai; su mano era delgada pero extrañamente cálida.

Mai, un maestro es más feliz cuando ve crecer a sus alumnos. Que vivas una vida buena y bondadosa es el mayor regalo para mí.

La maestra y la alumna estaban sentadas una al lado de la otra, escuchando el viento que soplaba en el porche y el suave murmullo de las olas del río. Un silencio hermoso que conmovía el alma.

La maestra dijo en voz baja: ¿En el futuro, seguirás conservando el libro verde?

Mai asintió con la cabeza, con los labios temblando.

—Todavía lo tengo. Pero… está casi lleno.

—¡Qué bien! —La profesora sonrió—. Cuando termines de escribir, acuérdate de enseñármelo.

Mai le estrechó la mano.

Prometo.

El 20 de noviembre, Mai regresó con un manuscrito que había escrito durante toda la noche: líneas emotivas sobre su maestra, su infancia y el viejo libro verde.

Leyó cada página, y sus ojos se iluminaron de alegría y emoción.

¡Gracias! Dije que tal vez ya no podría enseñar, pero al verte, siento que aún no he abandonado esta profesión. Las pequeñas gotas de lluvia del pasado… se han convertido en ríos.

Mai abrazó a su profesor, mientras las lágrimas caían calientes sobre su hombro.

—Volveré a visitarte cada año. Lo prometo.

El profesor asintió, con sus ojos amables, secos y húmedos a la vez.

Afuera, el viento llevaba las voces de los estudiantes leyendo sus lecciones y el sonido del tambor escolar resonaba a lo lejos. Esos sonidos sencillos pero sagrados parecían alargar el vínculo entre dos generaciones: entre el silencioso barquero y los niños que crecían.

Esa tarde, Mai salió de la casa de su maestra, con el corazón tan ligero como al caminar bajo el sol naciente. Su maestra le había envuelto un ramo de crisantemos amarillos para que se lo llevara a casa y se lo regalara a los demás maestros de su antigua escuela como un sencillo mensaje:

“Los maestros pueden retirarse, pero el amor que dejan tras de sí impulsará a generaciones de estudiantes hacia adelante.”

En el camino del pueblo, Mai abrió el libro verde y escribió otra frase:

“Este año, en el Día del Maestro vietnamita, he vuelto a encontrar mi punto de partida.”

Luego cerró el libro y siguió caminando.

Soplaba el viento de la tarde, trayendo consigo el cálido aroma de los aluviones y el llamado de una antigua ribera, donde un maestro aún velaba en silencio por los estudiantes en quienes una vez sembró la fe.

Thoi An

Fuente: https://baolongan.vn/nguoi-lai-do-o-bo-song-cu-a206890.html


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