Khanh jamás olvidará ese momento. La primera reunión de padres y maestros en la escuela Na Kheu, con la tenue luz de la lámpara de aceite parpadeando. Mientras Khanh hablaba del programa del nuevo semestre, su mirada se desvió accidentalmente por la ventana, interrumpiéndolo. Em Lu, una niña delgada de primer grado, estaba sentada encorvada en el porche, esperando a su madre. La luz del sol invernal iluminaba sus pies descalzos, morados, agrietados en largas líneas mezcladas con la suciedad.
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| Ilustración: IA |
En ese instante, la imagen del padre de Khanh apareció de repente en su mente. El padre de Khanh también era maestro en las tierras altas y llevaba un par de botas de goma negras, viejas y desgastadas por los golpes contra las rocas del bosque. Khanh aún recordaba las palabras de su padre cuando le preguntó por las botas, al ver que siempre las llevaba puestas.
—Sin botas no puedo caminar por el camino de montaña, hijo. —Cuando Khanh tenía doce años, su padre falleció, dejándole un par de botas gastadas y su amor por la enseñanza. Ahora, de pie ante los pies magullados de Lu, Khanh comprendía verdaderamente a su padre.
Ese año, las heladas llegaron muy pronto, cubriendo todo el bosque de blanco. Cada mañana, Khanh se paraba en la puerta de la escuela contando los pasos de los alumnos. Veintiocho alumnos. La mayoría iban descalzos o con sandalias hechas con neumáticos de moto. Veintiocho alumnos representaban veintiocho circunstancias diferentes, pero Khanh prestaba especial atención a Vu Mi Son. Son había perdido a su padre a una edad temprana y tenía dificultades para caminar debido a una cojera en la pierna izquierda. Su casa estaba a una hora y media a pie de la escuela.
Son era muy aplicado, pero una mañana de invierno, al no venir a clase, Khanh tuvo la sensación de que algo andaba mal.
Después de la escuela, Khanh corrió directo a casa de su hermana, aún inquieto y preocupado. Al llegar, vio a la madre de Son vendándole la rodilla; las manchas de sangre en la tela blanca eran rojas. Son se había caído en el camino resbaladizo, pero por suerte la caída no era profunda. Por suerte, Son seguía vivo. Si hubiera dicho algo inapropiado, si la caída hubiera sido un poco más profunda…
Esa noche, Khanh no pudo dormir. La imagen de Son tendido en el abismo durante casi una hora lo atormentaba. Abrió el libro de asistencia y revisó las notas: el mes pasado, a Lu lo mordió una serpiente y faltó tres días a clase; Pao se cayó al arroyo; Giang tenía las piernas llenas de espinas; Su contrajo una infección al pisar un clavo oxidado. Quince de los veintiocho alumnos se habían lesionado las piernas en tan solo un semestre.
Khanh miró por la ventana. La escarcha comenzaba a cubrir la tierra. El invierno en las tierras altas acababa de empezar, y aún quedaban tres largos meses de carreteras peligrosamente resbaladizas.
Durante tres meses, 28 niños descalzos cruzaron la montaña a diario. Si esta vez Son estuvo a punto de perder la vida, ¿quién sería el próximo? Recordó las palabras de su padre: «Sin botas, no puedo caminar por el sendero de la montaña, hijo». Ahora comprendía que las botas no solo servían para caminar, sino para sobrevivir, para regresar a casa sanos y salvos cada día.
Khanh se levantó de un salto y encendió el ordenador. Ya no podía quedarse quieto. Le temblaban las manos. No por el frío, sino porque sabía que si no hacía nada, ella sufriría más.
O peor aún. Empezó a teclear. Palabra por palabra, frase por frase. Sobre los 28 niños. Sobre los pies descalzos y magullados. Sobre Hijo, el niño que casi pierde la vida solo por ir a la escuela.
Khanh no sabía si alguien lo leería, si a alguien le importaría. Pero tenía que intentarlo. Porque si no hacía nada, no podría pararse frente a la puerta de la escuela cada mañana sin temblar de miedo al contar a cada niño que volvía a casa.
Khanh comenzó a recaudar fondos. Pidió ayuda a sus amigos, vendió productos de la granja y finalmente reunió el dinero suficiente para comprar botas para 28 niños. La mañana de la entrega de las botas, Khanh llamó a cada niño por su nombre. Pao dio un paso al frente, se sentó en medio del patio de tierra y con cuidado se puso las botas rosas. Le quedaban perfectas.
Miró hacia abajo, a sus pies, y luego a Khanh, con una sonrisa en el rostro. Son se acercó, abrazando con fuerza las botas verdes contra su pecho. Khanh se agachó y le puso los piececitos a Son en las botas. «Ahora no me caeré de camino al colegio», dijo Khanh, conteniendo las lágrimas.
Una semana después, Khanh estaba en la puerta de la escuela como de costumbre. Veintisiete pares de botas de colores llegaron corriendo. Solo faltaba un estudiante. Khanh miró a lo lejos y vio a Son subiendo la cuesta con dificultad. Descalzo. Khanh bajó corriendo, furioso y desconsolado.
- ¿Por qué no usas botas? ¿Acaso no aprecias las que te regalé?
El hijo permaneció inmóvil, con la cabeza gacha. Las lágrimas cayeron al camino polvoriento.
- Yo... yo lo vendí, profesor.
—¿Vender? ¿Por qué vendes? —La voz de Khanh temblaba.
—Mi madre está muy enferma, maestra. El médico dijo que necesita medicinas. Vendí mis botas para comprárselas —sollozó el hijo—. Lo siento, maestra.
Khanh se quedó inmóvil. Su corazón dejó de latir. No tenía más remedio que conseguir dinero para comprarle medicinas a su madre. Khanh no pudo decir nada. Simplemente se sentó allí, observando al niño de diez años que tenía que elegir entre su vida y la de su madre. Creía comprender el sufrimiento de los niños, pero…
Esa noche, Khanh se sentó en su habitación y volvió a encender el ordenador. Esta vez no escribió sobre botas. Escribió sobre Son. Sobre el niño cojo que caminaba una hora y media cada día hasta el colegio.
Sobre las botas que te dieron y luego perdiste. Sobre la decisión que nadie quiere afrontar. Él escribió: «Vendiste las botas para comprarle medicinas a tu madre. Me enfadé, luego lloré. Ahora solo quiero ayudarte a tener ambas cosas: las botas y una madre sana».
Tras publicar, Khanh apagó el teléfono. No se atrevió a esperar.
A la mañana siguiente, el teléfono no paró de sonar. Cientos de mensajes. La gente enviaba dinero, no solo para botas. Preguntaban por la dirección de la madre de su hijo, el nombre de la enfermedad, cuánto dinero se necesitaba para el tratamiento. Algunos eran médicos, preguntando si podían ir a examinarlo gratis. Otros pedían enviar artículos de primera necesidad y ropa. En tres días, la cuenta recibió muchas notificaciones de cambios de saldo. Khanh se sentó mirando los números, con las manos temblando.
Una semana después, la madre de Son fue llevada al hospital provincial. Médicos de beneficencia la examinaron y le dieron medicamentos gratuitos. Khanh se quedó a cuidarla, quedándose dormido en una silla del pasillo. Son se sentó junto a su madre, sin separarse de ella. Cuando el médico dijo que la madre de Son estaría bien, el niño abrazó a Khanh con fuerza, sollozando. «¡Gracias, maestra! ¡Muchísimas gracias!».
Khanh abrazó a Son.
—No soy yo, hijo. Mucha gente te ha ayudado.
Cuando Khanh regresó a Na Kheu, trajo tres pares de botas. Un par para su hijo y dos pares para su hermana y hermano menores, que también estudiaban en la escuela. A la mañana siguiente, Khanh estaba en la puerta de la escuela. Veintiocho niños corrían hacia él con sus botas puestas. Todos. Su hijo corrió más rápido, aunque todavía cojeaba. Pero esta vez, sonreía radiante.
Han pasado cinco años. El proyecto «Botas para Niños» de Khanh se ha extendido a doce escuelas. Se han donado casi mil pares de botas y decenas de familias han recibido atención médica y reparaciones en sus hogares. Khanh ha rechazado todas las invitaciones para regresar a la ciudad.
Ese año, en el Día del Maestro, Son, que cursaba octavo grado, subió al estrado. En su mano llevaba una caja de cartón cuidadosamente envuelta. Dentro había un par de sencillas botas de goma negras. Son inclinó la cabeza.
—Profesor, vendí leña y recogí brotes de bambú. Tardé cinco meses en ahorrar lo suficiente. Sus botas son muy viejas.
Khanh miró sus viejas botas, rotas en algunos sitios. Luego alzó la vista hacia Son; el chico ya era casi tan alto como él y sus ojos brillaban.
—Mi mamá ya está bien, maestra. Le dije que en el futuro me convertiré en maestra para ayudar a otros estudiantes como usted me ayudó a mí.
Las lágrimas de Khanh rodaron por sus mejillas. Recordó las botas de su padre, a su padre sentado junto al fuego remendándolas una y otra vez. «Sin botas, no puedo recorrer el sendero de la montaña, hijo». Ahora Khanh lo comprendía: las botas no solo servían para proteger sus pies, sino que eran botas de amor, de conexión, de esperanza transmitidas de generación en generación.
Khanh se calzó las botas nuevas. Le quedaban perfectas. Era un halago para Son el haber elegido botas para su profesor. Fuera de la ventana, la niebla era espesa. Mañana por la mañana, veintiocho pares de botas volverían a crujir camino a la escuela. Son regresaría al instituto y, con sus botas nuevas, seguiría los pasos de su padre. El camino de un profesor en las tierras altas. El camino era largo, pero no solitario.
MAI THI TRUC
Fuente: https://baovinhlong.com.vn/van-hoa-giai-tri/tac-gia-tac-pham/202511/truyen-ngan-doi-ung-cua-thay-ed04c44/







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