Bao ha olvidado hace tiempo el placer de escribir, que antes lo emocionaba a diario. Ahora, cada clic del ratón es solo una sentencia para un alma seca.
El sonido de los motores de las motos resonaba en el estrecho callejón, donde las casas estaban juntas con las paredes cubiertas de musgo. Ese callejón, donde creció, solía ser escenario de historias cotidianas, risas e incluso del dolor silencioso de la pandemia de COVID-19. Bao lo había grabado todo, durante sus días como un estudiante pobre con el sueño de escribir. Ahora, en el corazón de la bulliciosa ciudad, se encontraba atrapado.
Una tarde lluviosa, Bao cerró su portátil y salió de la habitación. Su corazón estaba vacío, sin rumbo, como las gotas de lluvia cayendo sobre el tejado. La cafetería familiar. El goteo constante del café era como un consuelo invisible que llenaba el espacio tranquilo que rodeaba a Bao. Frente a la pantalla, parecía estar atascado en cada línea de texto. Las ideas surgían lentamente, y cuando aparecían en la página, eran solo líneas vacías y secas. Intentó recordar historias del pasado, sobre personas, esquinas estrechas y niños que solían jugar. Pero todo seguía siendo vago, como si Bao estuviera perdido en sus propios recuerdos.
Una sensación de fracaso lo embargó. ¿Había perdido la capacidad de escribir? Temía que su pasión por la escritura se redujera al arrepentimiento y la nostalgia.
Bao levantó la vista sorprendido al oír la voz de Hung, su viejo amigo de la universidad. Hung ahora es dueño de una famosa cadena de cafeterías y de varios proyectos inmobiliarios de alto perfil. La sonrisa, medio en broma y medio en serio, en los labios de Hung parecía esconder un desafío oculto.
—¿Qué haces, Bao? —preguntó Hung con voz suave, pero llena de significado oculto—. ¿Sigues escribiendo esas tonterías? ¿Por qué no ganar dinero con ellas?
Las palabras parecieron traspasar el corazón de Bao. De repente, se dio cuenta de la gran distancia que lo separaba de Hung. Hung había triunfado de una manera que muchos admiraban, mientras que Bao seguía perdido en las páginas de una escritura que él mismo comenzaba a dudar.
Bao no respondió. Pensó en el niño de la aldea del noroeste que había conocido en su anterior viaje voluntario. El niño, con la mirada llena de tristeza, seguía grabado en su mente. Recordó la imagen del niño de pie en la orilla, mirando el espacio vacío donde solía estar su hogar. El niño no dijo nada, pero sus ojos lo decían todo: dolor, pérdida y algo aún más fuerte: una frágil esperanza.
Bao se levantó y miró brevemente a Hung. No quería prolongar la conversación sin sentido. "Tengo trabajo que hacer, primero me voy a casa", dijo Bao con voz suave.

Bao no sabía por qué había decidido regresar a ese pueblo. Quizás por los recuerdos, quizás por la nostalgia de un lugar al que nunca había pertenecido. Pero cuando el coche se detuvo, el polvo del parabrisas reflejó un mundo extraño. El pueblo ya no era lo que Bao había imaginado.
El camino del pueblo, antes estrecho pero hermoso, había sido arrasado por la inundación. El barro cubría los callejones, como una pintura moteada de desolación grisácea. Bao caminaba lentamente, hundiendo los pies en el barro, dejando huellas indeseadas. Las casas destartaladas que quedaban parecían estar esperando su derrumbe definitivo.
Los niños a quienes una vez prometió regalarles libros, pero ¿quién recuerda ahora esas promesas vacías? Son mayores, ya no son inocentes, ya no son los niños que Bao recuerda. Sus ojos son una mezcla de vieja esperanza y decepción actual. Al mirarlos, Bao se pregunta: ¿es él el único que ha cambiado? ¿O es el mundo el que se ha transformado, silenciosa pero extremadamente cruel, empujando todo hacia el torbellino del tiempo al que nadie puede resistirse?
Esta realidad no es lo que Bao busca. Quizás por eso no encuentra inspiración aquí. La inspiración es solo una ilusión. No existe en las casas destartaladas, en los ojos cansados, en el barro que cubre los caminos del pueblo. Pero Bao sigue aquí, como un perdido, sin saber qué lo ha retraído, solo sabiendo que este lugar, en su desolación y crudeza, lo refleja.
En la brumosa niebla matutina, Bao repartía regalos a los niños. Al agacharse para entregárselo a un niño, sus ojos se encontraron con los suyos, claros pero con una profunda mirada.
"¿Volverás?" La pregunta resonó, suave, pero le llegó al corazón. Bao se quedó inmóvil un buen rato. Era fácil prometerlo, pero ¿de verdad volvería? En los ojos expectantes del chico, Bao vio anhelo y un rayo de esperanza, pequeño pero claro.
Asintió, pero algo le pesaba en el corazón. ¿De verdad volvería después de esto? ¿O era esa promesa solo una de esas que se desvanecían en la niebla, desapareciendo al amanecer?
Bao comprendió que sus esfuerzos no eran en vano, pero no podía ser un héroe para salvar el mundo. Era solo una pequeña parte de este mundo, y lo más importante no era lo que podía hacer por los demás, sino cómo conectaba con ellos.
De vuelta en la ciudad, Bao ya no se sentía un fracaso. Se sentó frente a la pantalla de su portátil y volvió a escribir. Escribió sobre lo que veía, las pequeñas historias, las vidas inocentes destrozadas que merecían ser amadas.
Y mientras Bao escribe, se da cuenta de lo que había olvidado hace mucho tiempo: escribir no se trata de éxito ni de salvación. Es una forma de reencontrarse consigo mismo, de conectar con quienes lo rodean y con el mundo que extrañaba.
Afuera, el sonido de los motores de las motos aún resonaba en el pequeño callejón, integrándose al ritmo cotidiano de la ciudad. Pero en el fondo, Bao ya no se sentía perdido.
***
La llovizna caía suavemente, aferrándose al cabello y la camisa de Bao. El frío se le filtró por la piel, pero Bao sentía calor en el corazón. Miró a su alrededor, vio las sonrisas tímidas de los niños, pero también notó sus ojos escrutadores, como si preguntaran: "¿Para qué están aquí?".
Un hombre del pueblo se acercó a Bao. Miró la pila de ropa, libros, arroz, fideos instantáneos... amontonados en el carrito, y luego miró a Bao con una expresión poco compasiva. "Otra vez, esa gente que quiere presumir, que quiere ser famosa...", dijo con frialdad. Su voz era pesada, como empapada de la amargura de la vida.
Bao miró al anciano. Había conocido a mucha gente así en sus anteriores viajes de voluntariado, gente que no podía creer que la bondad pudiera surgir del corazón, en lugar de ser reconocida o elogiada. De repente, un recuerdo de la primera vez que él y su madre fueron a repartir regalos a un orfanato apareció en su mente. La imagen de los ojos de los niños brillando al recibir los regalos lo hizo más feliz que cualquier cumplido.
Bao ha aprendido a callar y actuar en lugar de discutir. Para Bao, no hay necesidad de explicar demasiado ni de demostrar su valía. Lo que hace es para sus hermanos menores en la aldea remota, no para convencer a los escépticos.
Esa tarde, Bao y el grupo de voluntarios comenzaron a distribuir regalos a las familias de la aldea. Se repartieron bolsas de arroz, cuadernos y abrigos. Los niños recibieron los regalos con alegría, mientras que algunos padres estaban contentos, otros los guardaron en silencio. El hombre de la mañana permanecía a cierta distancia, con la mirada aún llena de duda. Por un instante, Bao captó la mirada de una niña, clara y llena de esperanza. De repente, pensó que esos ojos eran la razón para continuar.
De repente, empezó a llover con fuerza. La lluvia caía a cántaros, pero el grupo de voluntarios no paró. Los aldeanos se apresuraron a volver a casa, pero él permaneció allí de pie, con la mirada fría, pero algo más suave. Finalmente, el anciano se acercó de nuevo a Bao, con un tono que parecía un desafío final: "¿De verdad haces esto por los niños? Esa clase de lona... es odiosa".
Bao permaneció tranquilo, mirando al hombre. Bajo la tenue luz de la lluvia, Bao sonrió levemente. «Puedes pensar lo que quieras. Pero para nosotros, ver a los niños sonreír, ver a la gente sufrir menos, es suficiente».
El anciano guardó silencio. Una tensión se extendió entre los dos desconocidos. En ese momento, parecía que Bao y el hombre se estaban poniendo a prueba. ¡La lluvia seguía cayendo! Bao permaneció allí, sin vacilar ante las dudas. Luego, se dio la vuelta y se alejó, dejando tras de sí la sensación de que la lluvia había disipado algunas de sus dudas.
Una semana después de ese viaje, un video de Bao regalando regalos se volvió viral en redes sociales, junto con comentarios sarcásticos que lo calificaban de "pretencioso" y "solo quería ser famoso". Esas críticas infundadas se extendieron como la pólvora.
Los amigos y colegas de Bao estaban emocionados, todos preocupados por él. Un amigo cercano de Bao llamó esa noche con la voz llena de preocupación: "Bao, ¿viste el video? ¡Tienes que hacer algo para corregirlo!". Bao respondió con calma: "Lo sé, pero no pasa nada".
Los rumores seguían extendiéndose, y algunos incluso comenzaron a investigar el origen de las donaciones que Bao y su grupo de voluntarios recibían. Un día, mientras Bao se preparaba para su siguiente viaje de voluntariado, un reportero llegó inesperadamente a su casa.
Queremos averiguar la verdad sobre sus actividades benéficas. ¿Podría explicarlo con claridad?
Bao sonrió, invitó al periodista a sentarse y respondió lentamente: "Puede comprobar usted mismo todos los documentos y declaraciones relevantes. No tenemos nada que ocultar. Pero también quiero dejar claro que no hago estas cosas para que me reconozcan...".
Varios meses después, Bao recibió una carta con matasellos de cuando su historia ya se había calmado. El remitente era el hombre de la aldea remota que había conocido aquel día lluvioso.
Esa noche, Bao abrió su portátil y siguió escribiendo. Escribió sobre los niños de ojos brillantes, sobre la lluvia que caía sobre el viejo techo, sobre la Sra. Sau, la madre que le enseñó a Bao a dar sin esperar nada a cambio. Las palabras fluían del corazón de Bao, como un arroyo cristalino tras la lluvia.
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Fuente: https://thanhnien.vn/duoi-mua-truyen-ngan-du-thi-cua-cao-minh-teo-185241015114418482.htm
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