Para solucionar el problema de raíz, es necesario cambiar el enfoque de las “puntuaciones” a la “personalidad”, es decir, restablecer los estándares de honestidad, responsabilidad, disciplina y respeto por la justicia.
La obsesión por el rendimiento no surge de forma natural, sino que se alimenta de un sistema de incentivos distorsionado: la evaluación de la escuela, la clase, el profesor y el alumno se basa principalmente en porcentajes y expedientes académicos; los exámenes sirven más para seleccionar alumnos que para desarrollar su potencial; los padres, preocupados por el "descenso en la clasificación", fomentan involuntariamente el estudio adicional, la memorización intensiva y la búsqueda de puntos extra. En este sistema dinámico, los profesores se ven fácilmente obligados a cumplir con las cuotas, los alumnos se ven presionados a tomar atajos y la administración prioriza la estabilidad superficial. Para romper este círculo vicioso, debemos cambiar el criterio de evaluación: priorizar la capacidad práctica, la ética cívica y la capacidad de cooperación; y reducir la importancia de las calificaciones individuales en la evaluación general.

Fotografía ilustrativa.
La educación en valores no se limita a unas cuantas lecciones de moral o lemas en las paredes; implica una transformación de la experiencia escolar. La educación en integridad, el pensamiento crítico y la autogestión deben integrarse en el currículo; el aprendizaje basado en proyectos, el servicio comunitario y los diarios reflexivos deben ampliarse para que los estudiantes puedan relacionar el conocimiento con la práctica. Un código de honor, desarrollado conjuntamente y al que los estudiantes se comprometen, constituye una barrera sutil pero eficaz que les ayuda a comprender por qué no deben hacer trampa, más allá del mero temor a ser descubiertos. Cuando los estudiantes perciben el valor de la justicia y el esfuerzo, la motivación para hacer trampa disminuye naturalmente.
El papel del profesorado como modelos a seguir es fundamental: la selección y evaluación deben valorar la integridad y la responsabilidad profesional tanto como la experiencia; todos los conflictos de interés deben hacerse públicos; las recompensas deben estar vinculadas a la mejora de la calidad del aprendizaje real, no solo a los resultados de los exámenes. Los centros educativos deben garantizar procesos de evaluación transparentes, una supervisión independiente y canales de comunicación anónimos para proteger a quienes denuncien irregularidades; la tecnología debe utilizarse para prevenir, pero no para sustituir, la educación moral. Asimismo, es necesario desvincular la evaluación del profesorado y del centro de la presión de los índices de aprobados, sustituyéndola por la acreditación externa, encuestas de competencias de posgrado e índices de integridad escolar.
Finalmente, los padres y la sociedad son los pilares que quedan. Cuando las familias se opongan firmemente a la compra de calificaciones, cuando los medios de comunicación valoren la honestidad en lugar de los logros falsos, cuando las empresas contraten en función de la capacidad y la credibilidad, los atajos perderán su atractivo. Al colocar el carácter como pilar, no solo prevendremos la lacra del éxito y las trampas en los exámenes, sino que también construiremos una educación auténtica, donde se respeten los verdaderos valores y el futuro se asiente en la bondad.
Fuente: https://baolaocai.vn/giao-duc-nhan-cach-tru-cot-de-chan-benh-thanh-tich-va-gian-lan-thi-cu-post881711.html






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