Khang, el amigo al que siempre admiré por su optimismo y fortaleza, estaba distinto ese día. Su voz era grave, y hablaba de las dificultades del trabajo, de la vida e incluso de relaciones rotas. Khang hablaba sin parar, como si vaciara un cubo de tristeza sin tapa. Hablaba de la traición de un amigo, de la presión familiar, de los fracasos consecutivos del proyecto al que había dedicado todo su esfuerzo. No lloraba, pero su voz se quebraba.
En aquel momento, podría haberme identificado con Khang y decirle: «¡Claro, qué injusta es la vida! ¡Pobre de ti!», y entonces ambos nos habríamos hundido en el abismo del pesimismo. Pero no lo hice. Simplemente te miré, a los ojos rojos y la boca apretada de Khang, para comprender ese dolor, no para sentirlo. No permití que me engullera esa energía negativa, sino que mantuve la distancia suficiente para observar y sentir.
Después de un rato, la historia de Khang se fue apagando. Sus ojos se dirigieron a la ventana, donde la lluvia seguía cayendo sin cesar. De repente, reinó el silencio; solo la suave música permanecía. Supe que era el momento de necesitar algo. Pero no consejos ni consuelo. Le dije con suavidad: «Entiendo lo difícil que es sentirse así. Pero, ¿recuerdas cuando suspendí el examen de ingreso a la universidad? Todos pensaron que estaba acabado. Pero luego encontré otro camino. Tú estás en la misma situación, solo que en un momento difícil, no en un callejón sin salida».
Khang alzó la vista y sonrió levemente. Era una sonrisa de alivio, como si se hubiera quitado un peso de encima.
En ese momento, lo comprendí de repente. Hablar en nombre del oyente no se trata de decir lo que uno sabe o quiere decir. Es una sutileza, porque el arte de la comunicación, al fin y al cabo, es un puente. El puente permite cruzar para comprender a los demás, pero sin quedarse atrapado en sus emociones. Se puede sentir el dolor ajeno, pero no es necesario sentirlo con ellos. Se pueden comprender sus fracasos, pero no es necesario rendirse con ellos. Como un médico, comprende el dolor del paciente, pero no deja que esa emoción domine el proceso de diagnóstico. Mantiene la calma y la razón para elaborar un plan de tratamiento.
Y comprendí que, al hablar en nombre del oyente, no se trata solo de elegir palabras, ajustar el volumen y la velocidad. Es un camino de inteligencia emocional. Es saber empatizar sin asimilarse, saber escuchar sin juzgar, saber dar sin esperar nada a cambio. Es aprender a verter la cantidad justa de agua en la taza del otro, sin desbordarla ni vaciarla, para que pueda tomarla y beberla con tranquilidad.
De eso se trata realmente una conversación. No es una actuación para nosotros, sino una experiencia significativa para ambos.
Fuente: https://www.sggp.org.vn/giua-ngay-mua-lat-phat-post811929.html






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