Antiguamente, mi pueblo cultivaba anualmente dos cosechas de arroz y una de otras hortalizas, como maíz, papas y frijoles. Tras la cosecha, mi madre clasificaba cuidadosamente el maíz, seleccionando las mazorcas más maduras, regordetas y con más granos, las ataba y las colgaba en el desván de la cocina para su posterior uso. El maíz, colgado en el desván, se ahumaba y se calentaba con el fuego durante todo el año, lo que permitía almacenarlo durante mucho tiempo sin que lo comieran los insectos. Era una reserva silenciosa pero duradera para el invierno, igual que el incansable trabajo de mi madre.
Durante los fríos días de invierno, cuando el trabajo agrícola cesaba temporalmente, mi madre bajaba las mazorcas de maíz reservadas y separaba los granos. Aún recuerdo el crujido de los granos secos al caer en la bandeja, y las manos de mi madre moviéndose veloces, más rápidas que el viento monzónico. Lavaba el maíz y lo hervía en agua con cal para retirar las finas hojas. Después, tras enjuagar las hojas, cocinaba los granos a fuego lento en una estufa de arroz, un tipo de estufa que conserva el fuego durante mucho tiempo, lo suficiente para cocinar el maíz hasta que se ablandara sin que se ablandara.
A menudo me despierta el aroma del maíz pegajoso humeante. En una fría mañana de invierno, sentarse frente a una olla de maíz humeante y fragante me produce una sensación de felicidad indescriptible. En aquel entonces, mi favorito era un tazón de maíz caliente al vapor con azúcar: su dulzor se disolvía lentamente, mezclándose con la textura masticable y a nuez de los granos de maíz, como si disipara el frío exterior. Mientras que el maíz tierno hervido ofrece un dulzor suave y delicado, el maíz al vapor es rico, penetrante y sorprendentemente cálido.
Mi madre no solo hervía maíz para comerlo con azúcar; a veces le añadía frijoles rojos o negros, otras veces salteaba cebolla antes de sofreír el maíz hervido; cada plato era un consuelo en los fríos días de invierno. Cada plato que preparaba llevaba una pizca de amor, simple pero completo, que nos dejó una huella imborrable incluso durante nuestra infancia.
De niña, cada invierno, la olla de maíz hervido de mi madre siempre era la "señal" de un día cálido. El simple aroma del maíz hirviendo en el aire bastaba para saber que la estufa de mi madre estaba encendida. Era el fragante olor del maíz blando y glutinoso, mezclado con la dulzura del azúcar, a veces el aroma de cebolla frita, además del ligero olor a humo de la estufa y el calor del fuego. Todavía recuerdo aquellas mañanas acurrucada junto a la estufa, escuchando el crepitar de la leña, viendo a mi madre remover el maíz hirviendo, mientras el calor subía y enrojecía sus jóvenes mejillas.
Ahora que soy adulta y vivo en una cocina más moderna y bien equipada que antes, el aroma del maíz pegajoso humeante se ha convertido en un recuerdo de lujo. Basta con un ligero frescor en diciembre para sentir que puedo volver a oír el silbido del viento tras los aleros, ver las manos ágiles de mi madre y oler el suave y fragante maíz pegajoso que me conmueve. Esos días tranquilos, esas sencillas calidezes —una olla de maíz humeante, una manta gruesa, la risa de mi madre— resultan ser cosas que la gente atesora para toda la vida.
Diciembre ablanda el corazón. El frío no solo se cuela en la piel, sino que también despierta cosas que creía latentes. En medio del ajetreo de la vida moderna, hay momentos en los que solo quiero sentarme junto a una olla de maíz humeante, dejando que el aroma de la infancia impregne cada aliento.
En estos días fríos de fin de año, incluso un pequeño recuerdo basta para calentar toda la mañana. Y lo entiendo: la olla de maíz pegajoso al vapor en invierno no es solo un plato, sino también un recuerdo cálido de la infancia, de la familia, de la madre.
Huyen Minh
Fuente: https://baodongnai.com.vn/van-hoa/dieu-gian-di/202512/mua-lanh-nho-noi-ngo-nep-bung-cfd0c5c/










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