Fotografía ilustrativa (IA)
Regresé a casa en una tarde tranquila.
El autobús dejó a los pasajeros a la entrada del pueblo, a poca distancia de casa, lo justo para que pudiera arrastrar mi maleta por el viejo camino de tierra. Aquel camino solía ser accidentado y pedregoso; el polvo se levantaba como humo cuando hacía sol, y el barro me llegaba hasta los tobillos cuando llovía. Aun así, me encantaba. No el camino en sí, sino la sensación de caminar bajo los verdes eucaliptos a ambos lados, el viento susurrando entre las hojas y escuchar a alguien cantar suavemente.
Cuando era niño, cada tarde después de la escuela, me quitaba los zapatos, los llevaba en la mano y caminaba descalzo por aquel camino de tierra. La tierra era cálida y suave como la piel humana, una sensación que ni el dinero puede comprar ahora. Bajo la sombra de los eucaliptos, corría como el viento, me caía y me raspaba las rodillas, y me sentaba en el suelo solo para mirar hacia la copa del árbol, preguntándome si habría algún pájaro durmiendo allí.
El tiempo pasó como humo de la cocina. Crecí, fui a la escuela lejos de casa y luego me quedé en la ciudad. Pensé que sería algo temporal, pero se hizo eterno. La vida se convirtió en autobuses atestados, reuniones interminables y días en los que olvidaba qué comer. El viento en la ciudad no era como en el campo: era como un suspiro, sin olor a tierra ni el susurro de las hojas.
No sé cuándo empecé a temerle a la ciudad. No a la gente ni al paisaje, sino al vacío que se va apoderando de mí día tras día. Hay millones de personas, pero es fácil sentirse solo. La habitación alquilada está limpia, el aire acondicionado funciona bien, pero por la noche reina un silencio sepulcral. No se oye el cacareo de las gallinas, ni el arrastrar de zapatillas por el callejón, ni a nadie llamando a los niños para cenar.
La ciudad me hace olvidar el sonido del rocío al caer. Olvido saludar a los desconocidos cada vez que me los encuentro en la calle. Parecen cosas insignificantes, pero cuando desaparecen, el corazón de la gente se afloja como una camisa que ya no les queda bien.
Unos años después, la comuna construyó una carretera asfaltada. La carretera era recta, los coches circulaban sin problemas y las luces amarillas estaban encendidas todas las noches. Pero los eucaliptos fueron talados poco a poco. La razón que dieron fue que las raíces se extendían sobre la carretera, lo que la hacía peligrosa para los vehículos. No pude protestar; simplemente me senté allí, viendo caer cada árbol como si arrancaran de raíz un pedazo de mi memoria. Nadie preguntó si alguien quería conservarlos.
Esta vez, regresé por el mismo camino. La tierra había desaparecido, los árboles habían desaparecido. Solo unos pocos tocones desnudos yacían bajo el asfalto, negros como cicatrices secas. El viento también era distinto; ya no olía a hojas secas, ya no traía el familiar susurro. Todo quedó en un silencio extraño, no el silencio de la paz, sino el del vacío.
Me detuve en un lugar donde recordaba haberme sentado. Había una raíz de eucalipto que sobresalía como una silla. Ahora la raíz ya no estaba, pero yo seguía sentado en la acera, mirando el vacío frente a mí. Imaginé la figura de un niño con los pies sucios, sosteniendo una bolsa de tela y con el corazón lleno de pensamientos sin nombre.
Hay lugares que, una vez transformados, no solo pierden su belleza paisajística, sino también parte de sus hermosos recuerdos. Extraño la brisa vespertina que susurraba entre los árboles, extraño el suave murmullo de alguien que susurraba algo. Extraño el olor a tierra húmeda después de la lluvia, y también extraño mi pequeña figura sentada, absorta en mis pensamientos, justo antes de irme de mi pueblo a la escuela.
De regreso a casa, recogí una hoja seca de eucalipto que había en la orilla. Pequeña, curvada como un bote. Me la guardé en el bolsillo, no para conservarla, sino para recordarme que a veces una hoja basta para aferrarse a un camino perdido.
Eucalipto
Fuente: https://baolongan.vn/nguoi-que-tham-mui-khuynh-diep-a198978.html






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